Washington intenta moverse bajo una lógica contradictoria: apoyar a su brazo militar en la región mientras evita una guerra que pueda salirse de control. Su estrategia se resume en una doble jugada de respaldo condicionado y reservas explícitas, intentando equilibrar los beneficios de sostener a su aliado con el costo de una escalada regional.
Pero este equilibrio es cada vez más frágil. Mientras reafirma su "compromiso histórico" con la seguridad del ente ocupante, la Casa Blanca busca evitar a toda costa una guerra abierta que sacuda Medio Oriente y dañe sus propios intereses.
El apoyo de EE.UU. a los ataques del régimen sionista ha sido cuidadosamente dosificado, no por principios, sino porque sabe que empujar el conflicto más allá de ciertos límites puede desatar tres crisis graves:
Desestabilizar el mercado energético mundial.
Romper alianzas clave en el Golfo.
Y, sobre todo, forzar una intervención militar que preferirían evitar.
Washington entiende que cualquier desborde podría hacer tambalear no solo sus intereses en la región, sino el equilibrio energético global. Por eso, sus declaraciones de "comprensión" al ataque sionista contra Irán no son más que un respaldo disfrazado, condicionado a que el régimen mantenga la situación bajo control.
La Casa Blanca sabe que si el ente ocupante se pasa de la raya, podrían entrar en crisis las relaciones con otras potencias regionales. Y más grave aún: verse empujados a una guerra que no desean, justo en un año electoral y con múltiples frentes abiertos.
Washington enfrenta hoy una disyuntiva estratégica. ¿Hasta qué punto puede seguir apoyando al régimen sionista sin verse envuelto directamente en un enfrentamiento con Irán y el Eje de la Resistencia?
Según The New York Times, los escenarios que circulan en el aparato militar y diplomático estadounidense van desde ampliar el apoyo logístico e informativo, hasta lanzar ataques limitados contra objetivos iraníes si estos llegaran a afectar directamente intereses de EE.UU. Pero incluso esta medida es vista como altamente riesgosa.
La otra alternativa sería mantener el respaldo político y diplomático, mientras se presiona al régimen para que no expanda más sus operaciones.
El problema es que el tiempo no juega a favor de EE.UU.: cada día sin resolución clara acerca el escenario de una confrontación regional de gran escala, difícil de contener y con consecuencias globales.
Aunque EE.UU. y el régimen de ocupación mantienen una alianza estratégica, esta crisis ha dejado en evidencia una brecha profunda entre sus prioridades.
Para la entidad sionista, este es el momento ideal para destruir el programa nuclear iraní e imponer nuevas reglas del juego en la región. Sueñan con aplastar al Eje de la Resistencia y perpetuar su hegemonía por medio del terror.
Pero para la administración estadounidense, incluso bajo el mandato de Trump —cómplice absoluto del régimen—, una guerra regional total pondría en riesgo intereses directos, empezando por sus bases y tropas en Medio Oriente.
Según CNN, la Casa Blanca se habría limitado a una “aprobación tácita”, dejando claro que el respaldo a Tel Aviv no es absoluto. Apoyan políticamente, pero sin dar carta blanca.
Esto expone, una vez más, la dificultad de Washington para controlar a su criatura. Una entidad armada hasta los dientes, gobernada por extremistas, que no duda en incendiar la región si eso sirve a sus intereses internos.
El régimen sionista no es solo un "aliado". Es un factor desestabilizador constante. Presiona, chantajea y arrastra a Estados Unidos a escenarios de guerra en los que no quiere verse involucrado.
Hoy intenta redibujar las reglas de seguridad regional por la fuerza, manipular a las monarquías del Golfo con el pretexto de "la amenaza iraní", y tapar sus crisis internas con operaciones militares que buscan generar cohesión interna.
Lo hace sabiendo que cuenta con el respaldo del Congreso estadounidense, sobre todo republicano. Y que cada bomba que lanza, aunque sea condenada en voz baja por la Casa Blanca, será justificada como “autodefensa”.
Pero esta estrategia suicida puede abrir múltiples frentes y terminar forzando a EE.UU. a intervenir en una guerra que no planeaba.
Durante años, el régimen ocupante aplicó la política de “guerra entre guerras” para atacar posiciones iraníes y cortar el paso de armas a Hezbolá. Pero al atacar directamente suelo iraní, rompieron esa lógica y se adentraron en el terreno de la guerra abierta.
Esto obliga a los aliados de Irán —Hezbolá, la Resistencia iraquí y los hutíes— a revisar sus cálculos. Hasta ahora, solo los hutíes han respondido con acciones limitadas. Pero fuentes de inteligencia occidentales ya advierten: si la agresión continúa, Hezbolá podría intervenir directamente.
Washington lo sabe. Y sabe que si eso ocurre, no será una guerra entre dos: será un enfrentamiento regional con múltiples frentes. Algunos de ellos, muy cerca de bases estadounidenses.
La política interna del régimen también juega un papel. Tras el fracaso militar y político de su masacre en Gaza, Netanyahu intenta reposicionarse apelando al miedo: presenta a Irán como una amenaza existencial y a la agresión como un deber nacional.
EE.UU. sigue de cerca este movimiento. Sabe que parte del impulso de Tel Aviv es para consumo interno. Pero este cruce entre política doméstica y decisiones bélicas vuelve aún más incontrolable la situación, especialmente con el apoyo irrestricto del Partido Republicano a Netanyahu.
Irán juega una partida de ajedrez compleja. Busca evitar un enfrentamiento directo con EE.UU., pero no está dispuesto a dejar sin respuesta las provocaciones del régimen.
Su estrategia combina firmeza con inteligencia:
Activa a sus aliados como forma de presión indirecta.
Utiliza el dossier nuclear como carta de negociación.
Aprovecha las fracturas del bloque occidental para reforzar su margen de maniobra.
Esta postura, si bien arriesgada, le permite mantener la iniciativa y dejar claro que está preparado para cualquier escenario, incluso si eso implica abrir varios frentes al mismo tiempo.
Pero un error de cálculo, de cualquiera de las partes, podría provocar una confrontación de consecuencias incalculables.
El acuerdo nuclear con Irán, ya debilitado desde la retirada de EE.UU. en 2018, está al borde del colapso. La reciente agresión del régimen sionista ha llevado a Teherán a suspender todo diálogo técnico con el Organismo Internacional de Energía Atómica.
Washington lo sabe: si esta escalada continúa, Irán podría avanzar hacia nuevas etapas en su programa nuclear. Y si eso ocurre, cualquier solución diplomática quedará fuera del tablero.
Uno de los grandes temores de Estados Unidos es que esta guerra afecte directamente el flujo de energía. Con el estrecho de Ormuz y Bab el-Mandeb en tensión, el alza de precios del petróleo ya es una realidad.
Irán lo sabe. Y sabe que, ante cualquier escalada, sus fuerzas pueden cortar rutas marítimas clave y atacar buques occidentales. Por eso, Washington amenaza con usar su reserva estratégica, mientras reza para no perder el control.
Este frente energético convierte al “arma del petróleo” en una palanca de presión regional. Y deja a EE.UU. caminando sobre el filo.
Escalada controlada: Intercambios limitados que eviten una guerra mayor. Es lo que quiere EE.UU.
Regionalización del conflicto: Intervención de Hezbolá y apertura de múltiples frentes. El peor escenario para Washington.
Golpe de alto perfil: Un asesinato o ataque a una base estadounidense que obligue a EE.UU. a intervenir. El escenario más temido.
Washington intenta evitar los dos últimos. Pero sabe que ya no tiene el control absoluto. Y que su “aliado” juega sus propias cartas.
Con información de Al Jazeera