Dolores Mora y Vega nació el 17 de noviembre de 1866 en La Candelaria, provincia de Tucumán. Aunque en aquellos años no era una actividad bien vista para una muchacha, desde muy joven se dedicó al estudio de la pintura. Para escándalo de muchos, cambió los pinceles por el buril y el cincel, y se dedicó a la escultura. Sus manos, que comenzaron a comulgar con la arcilla, la piedra y el mármol, no siguieron el rumbo que sus mayores hubiesen querido: el del tejido, el bordado o, al menos, el piano.
La vida de la escultora argentina está sembrada de misterios y lagunas que ningún biógrafo o historiador a sido capaz de desentrañar, y que muchos han intentado salvar especulaciones y conjeturas. Sus actividades cotidianas, fuera de la escultura, configuran un verdadero rompecabezas con demasiadas piezas , que hace imposible reconstruir con certeza los parajes íntimos de su paso por este mundo.
Por aquella época el mundo oficial de la cultura sólo llegó a admitirla como curiosidad pero nunca como lo que realmente era una artista genial. Es así como Lola Mora -ella nunca volvió a reconocerse a sí misma como Dolores Mora y Vega- sufrió la incomprensión de sus contemporáneos. El destino de su hermoso conjunto La fuente de las Nereidas es una prueba de ello. Tras realizarla en Europa y enviarla a la Argentina, en 1903 fue emplazada en Buenos Aires, en el Paseo de Julio -hoy avenida Leandro N. Alem-, pero a los pocos días ciertos círculos objetaron la moralidad de esa Venus que se atrevía a nacer desnuda en plena vía pública. Una custodia policial debió proteger la obra de los agresores, quienes, en nombre del buen nombre y honor, no titubeaban en escribir sobre el mármol todo tipo de groserías.
Lola Mora es sin duda un personaje relegado en la historia del arte nacional. Ensalzada primero y olvidada después, pocos análisis concienzudos reflejan su legado artístico.
Es cierto que no han faltado, tras su muerte, iniciativas reivindicatorias, sobre todo de su obra más popular: la Fuente de las Nereidas.
Convertida en Monumento Nacional Histórico en 1997, protegida del vandalismo por un muro de vidrio desde el año 2000, y celebrada inéditamente por la Dirección de Museos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en el aniversario de 2003, este magnifico conjunto de mármol es prácticamente el único trabajo que los paisanos de Lola le reconocen.
Ella producía a lo grande, para la ciudad y su público. Casi no se le conocen obras transportables ni intereses fuera de los encargos oficiales. No obstante, lo que hizo en ese contexto sobra para merecer un lugar de relieve en la historia de la escultura nacional.
Aparte de las obvias consideraciones acerca de su estatuto de mujer independiente, de la peculiar actividad que había elegido, de su capacidad para salir airosa en un mundo masculino, la obra de Lola Mora es capaz de hablar por sí misma.
En ella se evidencia un profundo conocimiento de las técnicas del arte; se aprecia una privilegiada inteligencia detrás de la concepción del espacio, la seguridad en el planteo, la capacidad para reproducir complicadísimas posturas y otorgar una enorme vitalidad a los gestos. Nada de esto le fue regalado; ella trabajaba sin descanso, y su talento y perseverancia no tienen nada que ver con las amistades que quiso cultivar y la vida que le gustaba llevar.