Sánchez, metódica y solidaria a toda prueba, empezó una investigación minuciosa gracias a un programa que de la vicepresidencia en el que la Fuerza Pública registraba todos los combates a lo largo del país. "Hice un cruce de información: anotaba las denuncias que nos llegaban desde el Catatumbo y me remitía a esta plataforma para ver si en esos días hubo un enfrentamiento con la guerrilla".
El resultado fue obvio: no existían coincidencias. Por ejemplo, llamaban a contar que habían matado a dos campesinos en la vereda La Primavera de San Calixto y por la misma fecha el Ejército no reportaba combates en la zona.
"Ese trabajo me reiteró algo que de por sí ya sabía: siempre hay que creerle a la comunidad. Los campesinos no mienten". La furia de las gentes llegó a tal punto de que se realizaron audiencias improvisadas con la Fuerza Pública, escenarios en los que se tuvo que llamar a la calma para evitar una tragedia, en el que la misma comunidad, cansada de contar los muertos, pedía de maner furibunda que terminara la masacre.
"Recuerdo una que se hizo en el coliseo deportivo de El Tarra. Fue un momento tensionante. Llegaron tres coroneles y nos sentamos a escuchar una a una a las personas. El lugar estaba acordonado por el Ejército y tenía miedo de que una chispa de cualquiera de las partes causara una desgracia. El calor era insoportable, me quedé sola porque el personero local se fue, y tuve que moderar el espacio", recuerda Sánchez.
"—Doctora, ya es suficiente, decían los coroneles.
—No, hay que atender hasta el último reclamo".
Diana Sánchez ha trabajado durante años en la defensa de los derechos humanos de las comunidades más vulnerables del país
Ese día, del que Sánchez no recuerda la fecha exacta, solo que fue en octubre de 2007, la gente dejó salir todo su dolor, expulsó la rabia que tenía e hizo un llamado para que se abriera un espacio más formal en el que estuvieran presentes los altos mandos del Ejército. "Pensamos que después de eso iban a parar las ejecuciones, pero no".
Ya el 6 de diciembre del mismo año, en el auditorio de Ocaña, Norte de Santander, el General Paulino Coronado, comandante en ese entonces de la Brigada 30, estuvo en la audiencia pública. Desde ese instante los crímenes bajaron porque el Ejército se dio cuenta de que los estaban observando, de que la comunidad internacional estaba al tanto del tema y de que la situación se les había salido de las manos.
Pero eso desencadenó en otra estrategia para seguir respondiendo a las
demandas del Gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), que pedía a sangre y fuego resultados en el campo de batalla, a toda costa mostrar bajas.
"Se fueron hasta Soacha [municipio aledaño a Bogotá] para reclutar jóvenes y llevarlos hasta el Catatumbo y hacerlos pasar como guerrilleros. Ya no podían matar a campesinos, por lo tanto, el plan fue traer adolescentes del interior del país para continuar con este macabro accionar. Pero se equivocaron, pensaron que esos chicos no tenían doliente. De ahí nace la organización de las Madres de Soacha", cuenta Sánchez.
Lo sucedido hace unos días en la JEP es una luz para el esclarecimiento de la verdad, para comenzar un camino de justicia, reparación y no repetición, y para dejar atrás la política denominada body count —conteo de cuerpos—, que ejerció presiones en los militares para mostrar resultados en combate a toda costa y que desencadenó en uno de los episodios más sombríos en la historia reciente del país.