Cientos de miles de personas de la minoría étnica rohingya sobreviven en campamentos de refugiados que abarcan una vasta zona de Cox's Bazar, en Bangladés.
Por Jairo Vargas | El Salto |
Polvo, barro, un calor sofocante y todo tipo de carencias. Esas son las condiciones en las que malviven más de 700.000 personas de la minoría étnica rohingya, que en los últimos seis meses se han visto obligadas a dejar atrás sus tierras, sus aldeas y toda una vida para escapar de la violencia desatada contra ellos en Myanmar.
El Ejército birmano, ayudado de milicias budistas, lanzó el pasado verano una nueva ofensiva contra este colectivo musulmán, asentado en la región de Rakhine, separada de Bangladés por el río Naf. No ha sido la primera persecución, pero quizás ha sido (continúa siendo) la más cruenta.
La ONU la ha calificado, sin mostrar ninguna duda al respecto, como una "limpieza étnica de manual": asesinatos, ejecuciones sumarias, infanticidios, violencia sexual, apartheid y trabajos forzosos son algunas de las prácticas que han reportado numerosas organizaciones humanitarias. Razones más que suficientes para huir con lo puesto, aunque sea a Bangladés, uno de los países más pobres y, sobre todo, más densamente poblados del mundo.
El éxodo masivo ha dibujado un escenario dantesco en la región de Cox's Bazar, la más meridional de Bangladés, donde los campos de refugiados que ya existían décadas atrás se han visto desbordados. Han crecido tanto que no se sabe dónde empieza uno y termina otro. Apenas queda un hueco vacío en las eternas hileras de refugios de plástico y bambú que abarrotan las laderas de las colinas.
Plástico y bambú es lo único que les queda a estas 700.000 vidas cuyo reloj se ha parado en el tiempo seguramente para siempre. No pueden trabajar, no pueden salir de los campos habilitados, no tienen tierra que cultivar ni pueden volver a sus casas. De hecho, muchas ya ni siquiera existen, pasto de las llamas birmanas.
"No tenemos nada más que los pocos alimentos y medicinas que nos dan las ONGs", dice Bul Bularkter, una joven de 17 años que logró escapar hace cuatro meses a bordo de una barcaza. Ni ella ni su marido Jani piensan en volver a su aldea, aunque en el campamento de Jantoli no tienen nada más que una pequeña cabaña en la que apenas caben erguidos. Ahí, sobre el suelo de arcilla que se encargan de humedecer y aplanar a diario para combatir el polvo, cuidan de su hija recién nacida, a la que ni siquiera han tenido tiempo de poner nombre.
El calor absorbido por el plástico asfixia sus días y el viento que se cuela por los agujeros les hiela por las noches, hasta el punto de que duermen con el bebé junto a una pequeña pila de brasas que amenaza su precaria chabola, pero "¿qué más podemos hacer? Así es nuestra vida ahora", lamenta la joven.
Por delante tiene la dura tarea de sacar adelante a su pequeña, que tendrá que esquivar la malnutrición y los brotes de difteria y sarampión que han azotado los campos. "Las condiciones de insalubridad y la falta de vacunación desataron una grave crisis que nos costó un tiempo controlar, porque son muchas personas totalmente hacinadas y los contagios se dispararon", explica una cooperante de Médicos Sin Fronteras.
La crisis, apuntan, parece haberse estabilizado. Las llegadas de nuevos refugiados no son tan masivas como hace tres o cuatro meses, aunque cientos de personas siguen cruzando cada semana desde Myanmar. Los planes de repatriación voluntaria que el Gobierno de Bangladés intentó poner en marcha se vieron truncados por el miedo. Nadie quiere volver al lugar del que han escapado vivos de milagro. Mientras tanto, Myanmar se asegura de que su limpieza étnica sea irreversible, ha reforzado la frontera militarmente y ha erigido una alambrada en varios puntos de paso.
Las organizaciones humanitarias ya están advirtiendo del próximo drama en los campos. A finales de primavera, el monzón, los ciclones y las tormentas tropicales darán al traste con unos refugios precarios, provocarán deslizamientos de tierra y los campamentos se llenarán. Un caldo de cultivo perfecto para infecciones graves y brotes de cólera, apuntan.