“Los pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”

“Los pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”

Por Enric Llopis para Rebelión.

Annur TV
Friday 06 de Mar.

“La diversidad de los cultivos en los campos de los agricultores ha disminuido y las amenazas están aumentando”, concluye la FAO; y subraya que, de las 6.000 especies de plantas cultivadas para la obtención de alimentos, no alcanzan a 200 las que contribuyen –de manera importante- a la producción alimentaria mundial; asimismo el 24% de las cerca de 4.000 especies silvestres alimentarias (plantas, peces y mamíferos) se están reduciendo, según el documento El estado de la biodiversidad para la alimentación y la agricultura en el mundo (2019).

El  organismo de Naciones Unidas también informa de que 820 millones de personas sufren hambre y malnutrición en el planeta, mientras que 2.000 millones padecen inseguridad alimentaria (cerca del 14% de los alimentos se pierden después de la cosecha hasta que llegan al comercio minorista). “El problema del hambre no tiene que ver con la producción, sino con la distribución y el acceso a los alimentos”, apunta la periodista Nazaret Castro, autora de La dictadura de los supermercados (Akal, 2017).

Otro punto significativo es la acción de los mercados sobre las denominadas commodities: “Mediante sus actividades de trading los bancos son los principales especuladores en los mercados de contratación directa y a término de materias primas y productos agrícolas”, escribió el investigador Eric Toussaint (CADTM, 2014). También el relator de Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación en 2010, Olivier de Schutter, atribuyó en buena medida el incremento y la volatilidad de los precios de los alimentos durante la crisis mundial de 2007-2008 a “la aparición de una burbuja especulativa”; en concreto, a “la entrada de grandes y poderosos fondos de cobertura, fondos de pensiones y bancos de inversiones en el mercado de derivados financieros basados en productos alimentarios”.

A algunos de estos aspectos se hizo referencia durante la presentación, en la tienda de Oxfam Intermón en Valencia, de Los monocultivos que conquistaron el mundo. Impactos socioambientales de la caña de azúcar, la soja y la palma aceitera (Akal, 2019); en el acto participó la periodista Laura Villadiego, coautora del libro junto a las también periodistas Nazaret Castro y Aurora Moreno; el ensayo es resultado de una investigación de siete años.

Las tres investigadoras forman parte de Carro de combate, colectivo surgido en 2012 y que ha publicado libros como Amarga dulzura, una historia sobre el origen del azúcar (2013); Carro de combate. Consumir es un acto político (2014) o la Agenda 2020 de consumo responsable; en el último Informe de combate analizan el incremento acelerado de la demanda de aguacate –por ejemplo en Estados Unidos se triplicó durante el periodo 2010-2017-, en parte al promocionarse como un  “superalimento con cualidades nutricionales supuestamente excepcionales”; el informe detalla los impactos socioambientales del  monocultivo de este fruto, por ejemplo en la provincia chilena de Petorca (desvío de ríos, y pozos ilegales).

Brasil es el principal productor (y también exportador) mundial de caña de azúcar (que representa cerca del 86% de los cultivos de azúcar), seguido de India; son los dos grandes productores del planeta; además de azúcar, y etanol para el uso como combustible, permite generar electricidad (con el excedente de bagazo), tejidos o los denominados bioplásticos; requiere un uso intensivo de agua (OCDE/FAO, 2019), y “es probablemente el cultivo que ha supuesto una mayor pérdida de biodiversidad en el mundo, debido a las inmensas plantaciones”, afirman las autoras de  Los monocultivos que conquistaron el mundo (en noviembre de 2019 el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, revocó mediante decreto la Zonificación Agroecológica de la Caña de Azúcar, lo que reduce la protección ambiental para la producción e incrementa los riesgos sobre el Amazonas, el Gran Pantanal, en el estado de Matto Grosso del Sur, y las áreas protegidas de la sabana de El Cerrado, denunció WWF).

En Guatemala, el negocio azucarero se reparte –en forma de oligopolio- entre 12 grandes ingenios y siete familias, un cartel presuntamente relacionado, asimismo, con prácticas de evasión fiscal (investigación de El Faro y eldiario.es, abril 2017). Sobre Tailandia -tercer productor mundial de caña y segundo exportador mundial de azúcar-, diferentes medios difundieron en febrero de 2019 un reportaje del corresponsal de la Agencia Efe, Noel Caballero, titulado  “Polución y diabetes por la adicción de Tailandia al azúcar”; las fuentes médicas consultadas en el artículo cifraban en cerca de 200.000 los nuevos casos de diabetes anuales en Tailandia, mientras “la quema de los cañaverales ahoga al país”.

El ensayo publicado por Akal dedica un capítulo a lo que Aurora Moreno, Nazaret Castro y Laura Villadiego califican como “el nuevo oro rojo”. Indonesia y Malasia son los dos principales proveedores de aceite de Palma (OCDE/FAO, 2019), de manera que cerca del 85% de la producción mundial –que aumentó desde 15,2 millones de toneladas en 1995 a 62,6 millones en 2015 (European Palm Oil Alliance)- se concentra en ambos países. En septiembre de 2018, activistas de Greenpeace ocuparon una refinería que procesa aceite de palma en la isla indonesia de Sulawesi, perteneciente a Wilmar International; señalaron a esta compañía como la principal distribuidora de aceite de palma del planeta, y “proveedora de marcas como Colgate, Mondelez, Nestlé y Unilever”.

Una semana antes de la acción, Greenpeace denunció en un informe (La cuenta atrás. Ahora o nunca: es la hora de reformar la industria del aceite de palma) que 25 empresas productoras deforestaron 130.000 hectáreas de bosque tropical, desde finales de 2015, en Papúa Nueva Guinea y Papúa indonesia; la investigación añadía que una docena de grandes marcas, como General Mills, Hershey, Kellogg’s, Kraft Heinz, L’Oreal o PepsiCo, “se han abastecido de al menos 20 de estos productores”. Ejemplo de los efectos que tiene la destrucción del hábitat por la industria es, según los ecologistas, la eliminación en 16 años de la mitad de la población de orangutanes en la isla de Borneo. El texto de las tres periodistas se hace eco del informe, y amplía el foco a otros países.

Por ejemplo Colombia, donde destacan que las plantaciones más extensas de palma se ubican en zonas que han sufrido especialmente la violencia paramilitar, como Magdalena Medio, Nariño, Chocó o Montes de María; Colombia es líder de América Latina en producción de aceite de palma, y pasó de 158.000 hectáreas sembradas en 2000 a 517.000 en 2017 (SISPA-Fedepalma); algunas consecuencias de los macroproyectos fueron “la pérdida de biodiversidad, la contaminación de las aguas y la desaparición de modos de vida tradicionales”, apuntan Laura Villadiego, Nazaret Castro y Aurora Moreno.

También abordan la expansión de este monocultivo en África; en septiembre de 2019, la Alianza contra las Plantaciones Industriales en África Occidental y Central contabilizaba 49 concesiones para grandes plantaciones de palma aceitera en 2.740.000 hectáreas, ubicadas principalmente en Liberia, Congo-Brazzaville, Sierra Leona, Nigeria, Camerún, la República Democrática del Congo, Gabón y Costa de Marfil; las tres multinacionales con más superficie concesionada son SOCFIN, de Luxemburgo; Wilmar y Olam, las dos de Singapur. La “fuerte resistencia” de las comunidades contra el acaparamiento de tierras fue uno de los factores más importantes para frenar, en los últimos cinco años, el avance de las macroplantaciones, explica el informe de la Alianza.

Brasil y Estados Unidos son los dos mayores productores y exportadores de soja del planeta, y China el principal importador (OCDE/FAO, 2019). Por otra parte, Argentina es el primer exportador mundial de harina de soja. El Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agro-biotecnológicas (ISAAA) señala, en el informe de 2019 (con datos del año anterior), que desde 1996 la superficie de cultivos genéticamente modificados aumentó en 113 veces; los cinco mayores países en siembra de cultivos transgénicos –Estados Unidos, Brasil, Argentina, Canadá e India- concentran el 91% del área total mundial (en cultivos de estas características, de los que la mitad corresponde a la soja, seguido del maíz y el algodón).

La organización GRAIN, de apoyo a los pequeños campesinos y la biodiversidad alimentaria, caracterizó a ISAAA como “agente de propaganda de las grandes corporaciones biotecnológicas”, y respondió al informe anual de esta entidad, en 2017, con una veintena de argumentos. Entre otros, que la imposición de la soja transgénica significó “la creación de un desierto verde de más de 54 millones de hectáreas en Brasil, Argentina, Paraguay y el sur de Bolivia. Asimismo, con la adopción de la soja genéticamente modificada, el uso en América Latina del glifosato (herbicida que comercializó por primera vez la multinacional Monsanto en los años 70 del siglo XX) “creció a más de 550 millones de litros anuales, con dramáticas consecuencias sanitarias en todos los territorios” (la OMS calificó en 2015 este agroquímico como “probablemente cancerígeno para los seres humanos”).

Otro punto es la construcción de un oligopolio empresarial. La directora para América Latina del grupo ETC por la diversidad cultural y ecológica, Silvia Ribeiro, destaca que cuatro corporaciones controlan las semillas transgénicas a escala global: Bayer (que adquirió Monsanto), ChemChina-Syngenta, la estadounidense Corteva Agriscience (fusión de las empresas Dow y DuPont) y BASF; así como el 75% de los agrotóxicos (“México, la devastación transgénica y la resistencia”, en desInformémonos, agosto 2019). “Los pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”, rematan las investigadoras de Carro de Combate. Por ejemplo el pueblo guaraní, en Paraguay, al que pertenecen “la mayor parte de los desaparecidos, ejecutados y cientos de miles de desplazados por el avance de este monocultivo”. 

 

Por Enric Llopis para Rebelión.


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